miércoles, septiembre 06, 2006

La patria es una fulana (novela en construccion)

Los anteojos gruesos descansaban sobre los papeles. Deformaban las palabras del decreto hasta delinear en ellas un dibujo absurdo. El aumento de la lente amplificaba algunas partes, disminuía otras. ¿Serán estos cristales la inevitable distorsión de la mirada?
Tal vez pensó en eso el presidente, cuando se puso sus gafas y golpeó el documento sobre la mesa del despacho.
Tal vez pensó en las presiones oídas en un idioma oscuro, tan negro como la tinta de la firma que esperaba la ley, como el negocio que permitía esa tinta, como el sillón en el que estaba y que parecía existir sólo para ese negocio.
Negro.
Negro como esa piel curtida a puro viento frío y áspero de quienes iban poner sus manos, sus padecimientos, sus arrugas, sus siglos de dolor, su nostalgia.
Negro como el peor de los lamentos: ese que se esconde detrás de un rostro sin muecas, de risa grave y macabra, de seria y desmesurada ferocidad.
Negro como el silencio solitario del despacho en penumbras.
Negro como el café que todas las mañanas era su única compañía entre estas paredes.
Nunca pensó que el poder fuera tan silencioso, tan ermitaño, tan encerrado. Tal vez sintiera melancolía de una vida que ya nunca podría recordar. ¿Cómo era la gente, esa rutina de lo cotidiano? Era difícil concebirlo desde allí, sentado en un negro sillón, firmando un decreto, tomando decisiones que harían una modificación tal vez imperceptible para las personas, tal vez imperceptible para él, tal vez fundamental para la historia.
Sólo sintió la banda sobre su pecho – todo el peso incalculable de un símbolo de siglos- cuando se sintió incapaz de imaginar las infinitas consecuencias de lo que hacía.
¿Le preocupaban, verdaderamente, las muertes, las vidas, los silencios, los golpes, los susurros, los silencios, las tareas, las miserias, las cesantías, los conflictos, las pasiones, los naufragios, los viajes interminables, las batallas, las mentiras, sus palabras, los acuerdos, los desencuentros, los nacimientos, las locuras, las soledades, los análisis fríos, las riquezas, la espesura desde el fondo de la tierra, el frío, el temporal que sus fallos tal vez desencadenarían?
Un teléfono furioso irrumpió en el silencio de la oficina presidencial.
-No, todavía no. Ya lo termino. Dígales que sólo falta firmar. Sí, sí, sí... que preparen todo. Recibirán la notificación. No, no me pase... buen, bueno, está bien.
Hello Mr. Johnson. Don’t worry, Mr. Johnson. It’s already. Está todo listo. Yes, Mr. Johnson… No, Mr. Johnson. Only the sign.. Yes, Mr. Johnson... Don’t worry.. goodbye, Mr. Johnson...
Negro silencio se apodera de la habitación. Suspiro.
El presidente volvió a tomar el teléfono.
- Señorita, por favor, llame a la prensa.
Del áspero roce de la pluma contra el papel nació una ráfaga que pronto sería vendaval.


***

La Voz de la Nación. Nota de Tapa. Invierno.


EL PRESIDENTE ANUNCIÓ ACUERDOS CON EMPRESAS PETROLERAS

El Presidente firmó ayer importantísimos acuerdos de explotación petroleras con subsidiarias de la empresa United Oil, con el objeto de desarrollar la industria petrolífera y asegurar el aumento de la extracción de “oro negro” de las entrañas de nuestra tierra.
El convenio asciende a 200 millones de dólares y permitirá, de acuerdo con las expresiones del presidente, mejorar los medios de producción de la Empresa Petrolera Nacional y asegurar que el país no dependa de la importación de petróleo. Para ello, a través de la EPN se comprará el petróleo extraído por la United Oil.
“No se pagará en petróleo ni se perderá el dominio del país sobre las áreas que se exploten. Todo el petróleo que se produzca aumentará el volumen de transporte, industrialización y comercialización de EPN”, afirmó el presidente en rueda de prensa.
El titular del ejecutivo enfatizó la importancia del contrato al señalar que el petróleo es lo que “mueve nuestras locomotoras, tractores, y camiones, nuestros buques, aviones y equipos militares. Alimenta a nuestras fábricas, da electricidad a nuestras ciudades y confort a nuestros hogares. Es la savia de la vida nacional, y nos llega casi totalmente de afuera”.
De esta manera, se espera que la EPN costee la exploración de nuevas reservas y las empresas extranjeras, principalmente la United Oil, se encarguen de la extracción y la distribución del importante recurso. “Esta cooperación se realizará a través de EPN y mediante pago exclusivamente en moneda nacional y en dinero extranjero”, explicó el primer mandatario.
“Libraremos la batalla del petróleo con toda la fuerza que tenemos, y con la ayuda de Dios. Ensancharemos la brecha por donde la patria perseguirá, con nuevo empuje, la marcha hacia su glorioso destino”, concluyó el Presidente.


***

Se acomodó el cabello rubio, brillante, como el oro, como su destino de trashumante de fortunas, de explorador de mezquindades. Nómada sediento de minerales. No había mundo ni soledad que limite su ambición. Cargaba en su piel la estirpe de generaciones de conquistadores, de buscadores de oro, de mercenarios.
Allí donde hubiese riquezas, se encaminaba su paso errante, a inventar las rutas más insospechadas, más intransitables. Nada estaba de más para llegar. Nada. Ni la botella de whisky, ni la muerte indiferente, ni la mirada cruda y glacial. Nada lo haría detener. Nada. Ni siquiera el saberse vacío y deshabitado de dolores, de pasiones.
¿Qué lo había traído hasta aquí, a los confines de la tierra, a un sitio áspero, tosco, arenoso, salvaje, poblado de semi-bestias, hastiado de distancias, estropeado de vientos de azote hostil?¿ Qué otra cosa si no el dinero, la avaricia, la codicia luctuosa? ¿Qué otra cosa? ¿Un destino, una absurda combinación de caminos, un designio detrás del horizonte de arcilla? No, aquí no hay colores posibles.
Se colocó su sombrero tejano, testigo de la expedición con la que su abuelo –¿bisabuelo? ¿tatarabuelo?, qué importa, pensaba, el dinero ahora es mío- había atravesado, de costa a costa, los Estados Unidos, para hacerse dueño de las primeras leguas, las primeras haciendas, el incipiente capital, a costa de sangre indígena, tal y como Dios manda a esta piel-claridad, encomendada a hacer verde, luminoso, civil, el blanco porvenir de la humanidad.
El mismo sombrero que ahora cubría su cabello rubio, brillante, como el oro, como su destino de trashumante de fortunas, de explorador de mezquindades; ese mismo sombrero que antes había resguardado la cabeza de su padre –¿abuelo?¿bisabuelo?¿tatarabuelo?, qué importa, pensaba, el dinero ahora es mío- en la febril aventura del oro a orillas del Missisipi, para hacerse dueño de un capital - que pedía cada vez más, que procuraba cada vez más poder, cada vez más placeres- a costa de sangre negra, tal y como Dios manda a esta piel-claridad, encomendada a hacer verde, luminoso, civil, el blanco porvenir de la humanidad .
Se ciñó el sombrero y escupió la tierra que segundos después pisaría, la tierra que escondía en sus profundidades el oro que buscaron sus abuelos, su padre, su linaje; y que ahora él, con su sombrero, con su presente, se encargaría de conseguir. Oro que, esta vez, no sería brillante, ni rubio como sus cabellos. Oro negro. Como sus anhelos.
Desembarcó en el puerto más cercano, mareado, fastidioso, luego de un viaje inacabable. Todavía quedaba un trecho, un largo camino para llegar a destino. Subió a una vieja camioneta de la United Oil.
Se durmió pero no soñó.
No vio, al costado de la ruta, el cementerio de siglos.
No vio, al costado de la ruta, un desierto que empezaba a poblarse, la primitiva paradoja urbana de la soledad.
No vio, al costado de la ruta, el mar inhabitado, indómito, inasible.
No vio, no pudo ver, ese rugido incesante, esa indecisión poética.
No vio la vieja carcaza de un barco oxidado. No vio la implacable, la cobriza herrumbre del transcurrir.
No vio su propio naufragio.


***


Lo último que guardó en las valijas fue una foto de su infancia. Piel de porcelana morena, sombra de color. La mirada ingenua, perdida, arrasada. Despeinada, moquito al viento. Niñez en sepia. Los arrabales de la boca empalagados de dulce caramelo. Si tuviera que hablar de la felicidad, si pudiera recordarla, ella pensaría en la pegajosa huella de la miel en la comisura de sus labios.
Ese, el de la foto, fue el último verano.
Ese verano, el último, el de la foto, la encontraron con su primo Manuel bajo la sombra de una vieja higuera. Acostumbraban esconderse entre los árboles, a pesar de los enojos de sus padres. Con los años sabría de una intrincada historia de traiciones y deseos entre su madre y su tío-el hermano de su padre, el papá de Manuel- que tal vez agravó los miedos puritanos e hipócritamente santurrones de toda la familia frente a esos juegos.
Ella y Manuel eran, antes que todo, grandes amigos. Compañeros de las aventuras infantiles, fueron descubriendo juntos el mundo que habitaban. Aprendieron de insectos, de colinas desconocidas, de peleas, de derrotas, del sabor aun más almibarado de los dulces robados.
Ese verano, el de la foto, el último verano; descansaban bajo la vieja higuera después de haberse perdido entre las vastas tierras del antiguo pueblo. Ella se había despistado persiguiendo quien sabe qué esperanza de colores, tal vez una flor, tal vez un gato negro, tal vez una mariposa. Él la había buscado incansablemente. Aún tenía desgarrada la garganta después de gritar su nombre hasta desfallecer. La encontró dormida bajo la vieja higuera, soñando quién sabe qué esperanza de colores. Él la arropó, la abrazó y se echó a su lado.
No los despertó el grito furioso del padre envainando su cinto, ni los murmullos prejuiciosos que presentían, ni esa violencia inexplicable, inentendible, que hace girar las cosas de este mundo con cierto vértigo despiadado. Los despertó saberse muertos en su virtud, en su amistad. Los despertó la breve y dolorosa nostalgia que ya empezaban a sentir por haber perdido su niñez.
¿Pueden morir la fragilidad, la inocencia y la palabra con golpes secos de puño cerrado, materialidad de la infamia que impacta en la boca, que estalla en sangre, que atormenta de amargura?
Como si así lo creyera- ingenuo-, el padre golpeó el rostro de Manuel con vehemencia pero sin piedad. Gritaba insultos guturales, muerta la palabra. En cada golpe, en cada insulto, se mostraba, oculta, una cadena infinita de frustraciones. Mezquindades en ebullición.
Manuel nunca más volvería a hablar. Nunca más despegaría su mirada del suelo áspero, que ahora raspaba sus rodillas y se manchaba, poco a poco, golpe a golpe, con lágrimas de rojo espanto. Herido, humillado, Manuel nunca se defendió. Aunque tal vez lo haya pensado, no se defendió. Sólo apretó con toda su furia un tallo con espinas. Sangre y suelo se cubren de más sangre.
Ella miró la escena y descubrió ese gesto, su mano herida. Adivinó la pasión, la tragedia.
Manuel pudo huir.
Su padre -despeinado, tenebroso- giró hacia ella la boca espumosa, la mirada oscura. La tomó del brazo y desgarró su vestido.
¡Puta!- gritó, nervioso, quitándose la ropa.
¡Puta!-repitió, agitado, arruinando su vientre infantil, virgen, puro.
¡Puta!- presagió, mordaz, extasiándose en odio.
¡Puta!- exclamó, llorando, en la última embestida sobre sus entrañas, muerte definitiva de todo amor posible.
Esa, la de la foto, la muñeca, era el último rastro del mundo sutil de sus fantasías.
Hubiera querido llorar. Hubiera deseado volver a sangrar. Prefirió tomar un largo trago de un ardiente licor. Quiso que fuera el peor de los venenos. Arrojó la botella contra la hoguera. Mientras la casa ardía, volvió a partir.

***

El vaivén rechinante de los cuerpos condenaba al lecho a un cíclico, despiadado, agudo rugir. El vino antes consagrado, antes denigrado; ahora se derramaba, lentamente, sobre el suelo de la habitación. Los vapores del alcohol, del sudor, del perfume barato acentuaban - irrespirables, insoportables- la oscuridad nauseabunda de aquel sucio cuarto de cabaret.
Él –y su sexo impune, áspero, hereje- arremetía con vehemencia, sin compasión, contra ese cuerpo frágil, inerte, indiferente, vejado.
Él - ensimismado, los ojos en blancos, la sonriente y violenta hostilidad de sus dientes- imaginaba, quizás, la estirpe que concebía, la casta interminable de niños incompletos; vasto linaje de bastardos. Niños peones de sacristía, monaguillos de rodillas congeladas, angelitos silenciosos de la sangre de Cristo derramada.
Él- ensimismado, los ojos en blancos, la sonriente y violenta hostilidad de sus dientes- recordaba, tal vez, aquellos años, la podredumbre de cadáveres ajenos y propios en la guerra de su tierra lejana. Recordaba, tal vez, el sabor amargo de los cuerpos de ratas mutiladas contra su garganta, mezclándose con el vacío doloroso del hambre en un helado y húmedo depósito de un buque, gangrenado de sollozos y exilio.
Recordaba- junto al torrente que atravesaba ahora su sexo furioso, en una explosión de esperma y soledad- la placa heroica sobre su pecho, el orgullo plateado que alguna vez lo distinguió frente a los rostros temerosos que acompañaban su paso, allí en su patria oculta detrás del mar.
Recordaba, tal vez, la seguridad del arma metálica contra el muslo derecho. Las caricias de su mano ruda. Aquél disparo. Recordaba, tal vez, su época de comisario.
Ella –árida, silenciosa, indefensa- esperaba - ahí viene- el embate - otra vez- sabiéndolo – un gemido- espina en la frente –¡joeputa!, ahogado en la garganta, los ojos cerrados para desaparecer-, clavo en la cruz – las uñas desgarrando el colchón, conteniendo las penas-, lanza en el costado. Magdalena apedreada.
Gritos.
Un Cristo de plástico, estoico, mutilado, inmóvil en su sacrificio de siglos; único testigo desde la pared derruida.
Silencio.
Súbita, una ráfaga de viento sacude la habitación.
Sentado en la cama, dándole la espalda a ese cuerpo frágil, desguarnecido, él arrojó-con desprecio- unos cuantos billetes sobre el vientre de la mujer.
Se vistió. Descubrió una mancha de rojo vino en la sotana.
Murmurando, entre dientes, se prometió que en el sermón del próximo domingo se encargaría de juzgarla

***


Tras el sendero húmedo del repasador, aparecía –brillante en el mostrador- el reflejo del rostro rudo, la ceja imposible, la barba crecida. La primera luz de la mañana- claridad hiriente de los días- atravesaba los mares, los cristales, los licores. Sombras transparentes en las paredes.
El amanecer era, para él, un nuevo final. Acostumbrado a contrariar, a despertar con la oscuridad naranja del atardecer, a ocultar su trabajo tras las penumbras, a dormir desvelado.
Esto es la servidumbre protestó, tal vez pensando en su empleo, en los parroquianos solitarios –blandos de alcohol-, a los que ahora debería expulsar con un violento decoro, en el soborno listo para el comisario, en el cura culeando en el cuarto más escondido –su secreto más descuidado-, en la sonrisa lujuriosa del poder.
Esto es la servidumbre rezongó sin preocuparse en las mujeres cansadas, en sus rostros invadidos de maquillaje y humedad.
Rengueó hasta la mesa más cercana.
Fue un trayecto breve pero doloroso. El paso cansado y torcido bastó para hacerle recordar el océano de distancia que lo separaba de su lugar en el mundo. Rememoró el campo de batalla, la trinchera republicana, el balazo en su tobillo, la huida.
Repetía, cada mañana, desde el mostrador hasta la mesa donde dormía algún apenado -junto a la ginebra derramada- esa senda que era, para él, todo el exilio.
En ese lupanar perdido en los límites de la tierra no había lugar para la nostalgia.
Sólo aquel catalán, anarquista, derrotado, muerto con sus muertos, con su desarraigo. Sólo aquel catalán que revivía con los periódicos que llegaban desde Barcelona, de noticias atrasadas, clandestinas. Aquél catalán llegado hasta esas tierras por el recuerdo de las heroicas luchas obreras, decepcionado al desembarcar, al pisar este suelo de flor imposible. Aquél catalán que vivía de quién sabe qué, que sólo esperaba las mañanas para acercarse al puerto y esperar – cada día- un consuelo en el horizonte. Aquél catalán que se acercaba al cabaret de tanto en tanto para saciar el hambre carnal, pero que terminaba enredándose en discusiones interminables –el vino olvidado, el humo espeso- con el rengo, que fingía posiciones franquistas, un poco para hacerlo enojar pero más para recordar su vida, la que había quedado en España. La rutina de las palabras apasionadas, la amargura del licor solitario, la frustración de los favores a gente despreciable, la torcedura de sus ideas, la servidumbre de sus propias órdenes confundirían al pobre rengo y pronto ya no sabría - con certeza- en qué trinchera había peleado.
Entre las mesas, oyendo el eco de gemidos distantes, distraído en sus juegos, aguardando a Mamá cansada, un niño planea, sin saberlo, una venganza que nunca ocurrirá.


***


La pava hierve, silba desesperada.
En el fulgor ausente de la mañana invernal, retumba el viento en las penumbras. Él cabecea en la silla de la cocina, se vuelve despertar. Cambio de planes: ya no serían mates, tomaría un té.
Da lo mismo, pensó, porque el mate se toma acompañado.
La soledad rabiosa del cuarto se sacudió con el viento repentino, injurioso, brutal.
Sirvió el agua, aún humeante, en la taza.
Revolvió el azúcar y miró su sombra en las paredes.
El esfuerzo, el desarraigo y la pena de reconocerse ajeno a este suelo compartían con él el cuarto, ya hecho fauces de ferocidad hambrienta. En todos lados, la presencia de la virgen del valle –imagen de plástico adolescente, estampita prometida, pureza enamorada-, las manos ausentes y laboriosas de su madre dibujando el mundo entero en las líneas del guiso que se revuelve, una copla lejana – llanto tenebroso, voz de las vísceras-. La virgen, la madre, la copla.
Refugio de un norte distante, la habitación –guarida de sus nostalgias, de sus olvidos, de sus pesadillas- contrastaba, ardiente, con el silbido del viento rabioso, esa cruda aspereza de un paisaje que- colosal - es llaga sofocante en la piel del desamparado.
Extraño reverso que ejerce la memoria: la alegría, en el recuerdo, en la lejanía, no es más que dolor aferrado a la garganta. Tal vez se sintiera más a gusto con el dolor. Si pudiera recordar el humo, las minas, el compañero agonizando, la pobreza cansada, el debate, la huelga, el general derrocado, el eco del bombardeo, el capataz omnipotente, el castigo, la comisaría húmeda, los golpes, los golpes, los golpes. Si rememorara la vieja llorando, su mirada vacía en los jardines, el día eterno, el hambre, el hambre, el hambre. Si pensara en ello, quizás no sentiría la inmensidad desgarrándole el pecho. O, peor, posiblemente, si recordara aquello, ya ni siquiera le alcanzaría con la naciente esperanza, con el sueño que estaba obligado a soñar.
Había llegado hasta allí. Una noticia en el diario, un contacto, una posibilidad, un trabajo, un viaje imposible. Aun quedaba en la puerta de la pensión- el comienzo del abismo- su huella petrificada en el barro congelado
En la ventana, el horizonte se interrumpe por la oscuridad de los fierros retorcidos. Amanece oxidado. Otra vez.
Refregó las manos contra el fuego débil. Estoica, serena, indiferente, aún luminosa, la llama fingía una calma elegante. Él, mudo, todavía de pie, mantuvo en el rostro una mueca severa.
En una batalla breve, intensa, cotidiana, intrascendente, entre los dos –hombre y fuego, silencio y pasión- derrotaron al frío más cruel.
Empuñó la bufanda y salió, contra todo viento, a la guerra de todos los días.


***

¿Qué pasaría si fuera cierta la fábula fundadora de este pueblo?
Si fuera verdad que aquellos pioneros, laboriosos, solitarios, hubieran perforado, mutilado estas tierras para arrancarle agua de las tripas ¿bastaría eso para que sus intereses se transparentaran con la humedad cristalina, líquida, vital de su –ahora- verdadero botín?
Si hubieran encontrado petróleo, después de buscar agua, ¿alcanzaría?
¿Sirve de algo inventarse escenarios, esconder tras un antifaz de historia el más ciego vacío, el más tenebroso olvido? ¿Para qué lapidar con palabras apócrifas, funestas, heroicas, épicas, incrédulas este sangriento y doloroso nacimiento? ¿Existe la sinceridad de una palabra en flor un instante después del golpe hostil? ¿Qué es más cierto, los hechos que ocurren o las palabras que lo cuentan? ¿Dónde está la mentira?
El agua, mentira transparente, oculta una mezquindad viscosa, oscura, tenebrosa, combustible, espesa, impura, infecta, tóxica. Torrente de negra riqueza que arrastra guerras, dolores, traiciones, avaricia, usura, edificios, humo, herrumbre, fierros, industrias, óxidos, fórmulas, lejanías, pesares, sudores, esfuerzos, risas, banquetes, hambre.
Siempre presente, el viento sacude al mundo, le reclama –insistente- la libertad que el hombre le aplasta, en cada profanación.

Donde las arañas tejen su nido...




Alonsito estaba sentado sólo en el patio de la escuela. Sus manos, sucias de un cartucho de tinta reventado, se refugiaban en el bolsillo remendado del guardapolvo blanco. Hacía esfuerzos para no llorar.
Para nosotros, los muchachos de la barra –ocupados en espiarlo desde un sitio alejado- él era un misterio más. Igual y diferente al enigma de aquella solterona de la cuadra de la plaza, al de la casa abandonada y tantas veces apedreada o al sombrío sereno de la vieja fábrica.
Todos ellos escondían un pasado inexplicable para nosotros. Sospechábamos algún suceso fantástico que los había condenado a una personalidad única, incomprensible, que, aunque no quisiéramos admitirlo, nos aterrorizaba. Y sospechar era, para la naturaleza detectivesca de nuestras infantiles ansiedades, imaginar hipótesis más parecidas a leyendas que a explicaciones. Buscábamos en nuestro ensueño la virtuosa fe de lo fantástico.
Alonsito era diferente porque con él, el miedo no era sólo eso. Sentíamos también cierto respeto.
Algo había en él que lo salvaba de nuestras bromas, muchas veces crueles, de las que sí eran víctimas todos nuestros compañeros. Tal vez fuera su silencio o las pocas palabras que decía, tan tímidas, tan lejanas que sonaban como un eco llegado desde otro tiempo. Tal vez fuera su modo de vestir, siempre elegante –aun con parches humildes -, casi gris, de foto vieja. Tal vez fuera verlo deambular, o los pantalones cortos, o las piernas azules de frío, o la corbata ordenada y ajustada firme contra el cuello. Quizás fuera la mirada siempre contra el suelo, ausente.
Alonsito era el único de nuestros temores que no habíamos podido vencer.
Y ahí estaba, lagrimeando contra el rincón del patio de la escuela, solitario. Hoy no había sido un buen día para él. Nada grave, un tintero roto, una mancha en el purísimo blanco del delantal. Para nosotros hubiera sido, tal vez, una gracia más. Para él, para su pose, para su gala sencilla, una verdadera afrenta, una tragedia.
Sergio, el más vivaz, el pequeño líder de nuestra banda, tomó la palabra, sin mirarnos, con la vista aun fija y perdida en la corbata anudada de Alonsito.
- El campeonato del barrio es este sábado....- Sergio nos daba, serio, intrigante, una primera pieza, una pista para armar el rompecabezas que él ya tenía ideado. Así lo hacía cada vez que pensaba un plan.
¿Cómo podíamos olvidar ese torneo? Teníamos que defender el campeonato que habíamos ganado el mes pasado, holgadamente, contra el Sportivo, nuestros rivales de siempre. Las estadísticas nos favorecían: veníamos ganando los últimos partidos y -además -jugábamos de local. Lo que no podíamos entender era qué tenía que ver Alonsito en todo esto. Es más, nunca lo habíamos visto jugar al fútbol. En silencio, escuchamos como Sergio seguía con su plan.
- Ayer hablé con Juan, el capitán del Esportivo. Les falta uno. – la sonrisa pícara, malvada, nos inquietó el pecho. Se oyeron un par de risas ávidas, pequeñas, incontenibles.
¿Saben quién podría ser ese que falta?- nos preguntó, esperando que todos supiéramos la respuesta. Para confirmarlo, acompañó sus palabras con un gesto del mentón apuntando a Alonsito.
¿Y cómo lo convencemos?- protestó, apremiado, Ignacio.
El timbre marcó el final del recreo. Mis compañeros corrieron al aula. Yo volví caminando, pensativo. Sin gestos en el rostro, indiferente a los ejercicios, pasé la clase de matemáticas pensando estrategias para hablarle.
Lo miré, una y otra vez, buscando respuestas. Allí estaba, sólo en el banco, empuñando el lápiz –grueso, tosco, arcaico-, concentrado en los números – esos firuletes de la certeza- dibujados en el papel. El cachete apoyado sobre el cuaderno de tapa dura, de hojas amarillas.
Inesperada, luminosa; se desnudó ante mí la respuesta. Entre las rugosidades del forro papel araña, irrumpía torpemente un escudo de Racing.
Yo soy- fui, seré- hincha de Racing.
Es lo mejor y lo peor que te podía haber hecho, me decía mi papá, sabio de derrotas y esporádicas – y tal vez por eso inolvidables- alegrías.
Ese descubrimiento fue, para mí, toda una revelación.
Por un instante, miré a Alonsito con otros ojos, de otra manera. Ya no era ese extraño inalcanzable. Tal vez lo comprendí.
Ese descubrimiento fue toda una revelación.
Cargado de una ansiedad incontenible, el banco de la escuela no me pudo detener.
Aproveché que la maestra escribía en el pizarrón, llamé a Sergio cautelosamente y con un movimiento de la mano sobre mi pecho – parpadeando levemente- le hice saber que yo me encargaría de hablarle.

Revolví el bolsillo de mi delantal y, entre caramelos, papeles viejos y semillas de girasol mordidas, la encontré: una figurita –repetida, claro- del Lagarto Fleita. Serio, imperturbable, las manos en la cintura, los ojos en un punto lejano, vestía la camiseta blanquiceleste con pose de guerrero.
Armé un sobre y lo tiré sobre el banco de Alonsito.
Él me miró desconcertado y tal vez escéptico.
Guardó mi regalo-grave, inconmovible- entre sus útiles.
-¡¡¡Sánchez!!!- interrumpió la señorita furiosa, al descubrirme distraído, buscando la atención de Alonsito- Yo siempre le digo: usted es un prevaricador del estudio.
Mis compañeros, impiadosos, estallaron en carcajadas.
Fingí que había sido el reto de la señorita y las risas de mis compañeros lo que me había puesto de mal humor. No era eso. Era, más bien, una extraña melancolía por haber superado, silenciosamente, una distancia mínima y abismal. Era, quizás, verme a mí, a la barra, desde una angustiante madurez; desde los ojos de Alonsito.
Fastidioso, salí del aula sin despedirme. Camino a casa, Alonsito –a un paso corto, ligero, rígido- me alcanzó. Yo no había notado su presencia hasta que me habló
-Un notable crack de la escuadra Racinguista- me dijo, señalando la figurita.
Las palabras gastadas, vetustas, acentuaron en mí la sorpresa.
-Es un gran delantero- tartamudee, atragantando en el estupor toda respuesta inteligente.
- Insái –corrigió, estricto- insái.
Caminamos en silencio, un largo rato.
- Che, pibe, vení, acompañame que te muestro algo- propuso, indescifrable, de repente.
Entramos a una casa con la fachada descascarada y llegamos a un desván húmedo, sombrío. Alonsito prendió una luz débil, que inició un combate desigual, tal vez inútil, contra una oscuridad que parecía haberse impregnado- hecha cemento- en las paredes.
En un rincón, una telaraña hilada con maestría de artesano crecía y crecía ajena a la historia, al fulgor de los días, al renacer vital de la vejez.
La araña descansaba, tranquila, sobre la impunidad del abandono. Desconocía-posiblemente- que su reposo, ese saber sereno de la prudencia, se parecía –mudo, aterrador- a la muerte inmóvil que la rodeaba.
Detrás de una nube de polvo fino, se oyó –irreal- la voz de Alonsito.
Mirá- me dijo señalando una torre de revistas amarillentas.
El Gráfico, Goles, Sólo Fútbol, Ansiedad Deportiva, La Voz del Sport, El rotativo atlético; cada una con un futbolista mitad fotografiado, mitad pintado a mano, camisetas casi de lana, apretadas al cuerpo; canchas de césped lastimado, piso de potrero maltratado. Pero, sobre todo, esos ojos de valentía nostalgiosa, presagio de mil hazañas.
Ahí estaban- por fin imagen- las epopeyas relatadas con tanta pasión por mi papá, por mi abuelo. Esas que yo había soñado perdidas en el pasado, que- difusas en el recuerdo- se acercaban peligrosamente a la mentira. Y esos héroes de los que había empezado a desconfiar estaban estampados -¿reales?- en ese papel añejo: El Bocha Maschio, Corbata, El Chango Cárdenas, Perfumo.
En ese desván opaco, sitio inaccesible para el tiempo, la tarde pasó paciente pero inevitable.
Nosotros no lo notamos, entretenidos releyendo formaciones, fantaseando los goles trazados en los artículos, oyendo el eco del rugir del público en las fotos. Y una y otra vez el zurdazo inmortal del Chango Cárdenas y ese título –imposible, inimaginable, dulce-: Racing Campeón del Mundo.
Alonsito me confesó que ese era el lugar donde pasaba sus días. Yo, olvidando la humillación que planeaban mis amigos, lo invité a jugar el sábado. Quería-verdaderamente- compartir con él mi pasión por Racing, por el fútbol.
Mientras acomodaba las revistas, Alonsito aceptó la propuesta. Cuando se acercó para despedirme, noté, en su rostro, una expresión de duda, de contrariedad. Detrás de él, en la repisa, al lado de una foto arrugada -casi oxidada- de Rulli estaba- nueva, brillante- la figurita de Fleita.


***

El sol del barrio iluminaba- festivo- el baldío pedregoso, abandonado. El sábado había llegado, y con él, de a poquito, los chicos en grupos. Ignacio, el más esperado, con la pelota. Algunos escogían cuidadosamente las piedras que servirían para hacer los arcos. Después medían, contando los pasos, el largo apropiado para cada portería.
Sergio y yo peloteábamos al Rulo que, burlonamente, hacía de arquero improvisado. Cuando me tocó pegarle a mí, la pelota picó en un pozo y fue a parar al jardín del vecino. Después de un instante silencioso, consternado, junté coraje, pedí ayuda y trepé el paredón. Desde arriba, entre las calles del barrio, divisé a los chicos del Esportivo. Junté los dedos bajo la lengua e informé, con un silbido, a mis compañeros. Tomé las precauciones necesarias para que el vecino no me viera y, en un temerario movimiento, recuperé la pelota. De paso, saqué un damasco del árbol.
Pegué el salto desde la medianera y me acerqué hasta donde se saludaban – recelosos- Sergio y Juan. Todavía jugaba con el carozo de la fruta en la boca cuando escuché el reclamo de Juan:
- ¿Dónde está el pibe que juega para nosotros?
- No sé, fue él el que le habló- respondió Sergio señalándome.
Yo me encogí de hombros:
- Me dijo que venía....- solté sin mucho interés.
Una ráfaga de viento levantó tierra y polvo en el potrero. Detrás de la nube, como una silueta fantasmagórica, con un matiz pardo en la sombra, arrastrando un paso cansado vislumbramos a Alonsito.
Muchos chicos no pudieron contener sus risas al verlo vestir una camiseta -de Racing, claro- apretada contra el pecho, con una tela añeja y con un número siete raído, cayéndose a pedazos desde la espalda, con las medias que evitaban las rodillas con un doblez grueso, y hasta una boina gris.

- ¿Han finalizado todos los preparativos para este importante match?- soltó Alonsito sin ruborizarse.
Al escuchar esas palabras, nuestro arquero se retorcía a carcajadas, atajándose la panza como cuando embolsaba con seguridad un centro peligroso. Los que estaban más cerca de él, se esforzaban para mantener una decorosa actitud. Juan hizo un gesto de desprecio hacia su nuevo compañero pero no le quedaba más opción que aceptarlo.
Los equipos se fueron acomodando en el baldío. Algunos tiraban las piedras grandes fuera de la cancha, otros se empujaban nerviosos.
El partido comenzó con algunas imprecisiones: la cancha no estaba bien y costaba controlar el balón. Los primeros minutos fueron mucho más parejos de lo que creíamos. A nosotros nos costaba llegar al arco rival y ellos no podían contra sus limitaciones.
El tiempo pasaba y no había goles. Un cero a cero es común en los partidos de verdad, pero improbable en el baldío del barrio.
No había forma: yo rematé al arco pero la pelota rebotó en una piedra y se fue afuera. Ni Nacho – que de grande jugaría en la liga local- ni Francisco – a quien sólo una lesión de meniscos lo separaría de ser una estrella del deporte- lograban rebuscárselas para controlar una pelota caprichosa.
Ellos tuvieron una carambola que se fue cerca del palo izquierdo de nuestro arco. Pero nada más.
Seguíamos sin abrir el marcador y la cosa se ponía cada vez más peleada. Hubo algunos empujones y un par de patadas. De todas formas, no era nada grave: solamente nervios y fastidios por no poder hacer el primer gol.
De Alonsito ya nos habíamos olvidado. Nos preocupaba más el resultado del partido que seguir burlándonos de él. Además, él no había tenido ni la mas mínima participación en el juego; sólo estuvo quieto, de pie, a un costado de la cancha, refugiado contra el cordón de la vereda.
No sé qué hacía exactamente en el momento en el que el partido empezó a hacerse leyenda. Sólo sé que faltaba poco para que terminara. Me recuerdo tirado en el piso, aunque no sé si era para alcanzar una pelota que se fue a la calle o por un foul que me habían hecho.
Lo importante es que comenzamos a escuchar una voz opaca, rasposa, distante. Se oía como apretada y obligaba a un esfuerzo para descifrar lo que decía.
Tras un instante de desconcierto, en el que nos miramos unos a otros sin saber cómo explicar ese sonido impreciso, que se hacía rítmico, vertiginoso, atropellado sobre sí; alguien tiró la pelota sobre la cancha y hacia ella fuimos con alguna vacilación.
Pero el sonido seguía allí, ligado a nuestro juego, anticipando nuestros movimientos, nuestros pases.
La voz se hizo nítida cuando Alonsito tomó, por primera vez, la pelota. Era él, ensimismado, quien narraba el partido como un viejo relator.

“Impera la emoción. Transpira nostalgia la gramilla, impregnada esta tarde de antiguas hazañas. Hombres de temple nos han entregado una batalla cruenta, que aun no puede definirse. Cero a cero es el marcador del importante match.
Toma el esférico Alonso para el sportivo – Alonsito agarró la pelota-
Elude la marca del centrojás rival, quien con hidalguía no rehuye a la persecución de Alonso. – Alonsito se hizo inalcanzable- . Sensacional y certera inspiración de Alonso que avanza con peligro, aun lejos de la meta. Rumores efusivos bajan de las gradas para alentar la jugada de quien quiere prodigar su esfuerzo para hacerse paladín del triunfo del Esportivo. Momentos de conclusión de la contienda. Se mantiene la paridad en el resultado y Alonso sigue avanzando con convicción.
Se produce el claro en la defensa rival, Alonso ubica el arco entre sus cejas, chuta y.........”
La o se alargó hasta el infinito. Los chicos del Esportivo se abrazaban con rostros aturdidos. Sólo la alegría les devolvió el movimiento que la sorpresa les había negado.
La voz seguía narrando y describía como las mallas de una red inexistente se estremecían hasta el paroxismo, conmovidas por un bombazo indescriptible, un zurdazo despojado de sutilezas, pero pleno de la brava hombría necesaria para desnivelar el cerrado marcador.
Sergio estuvo a punto de protestar. Una jugada así siempre es polémica en un potrero sin arcos. Pero Ignacio, atónito y frustrado, se anticipó:
- La clavó... –dijo pálido.
- Si… – completé, contagiado de albiceleste melancolía – La clavó ahí donde las arañas tejen su nido.

domingo, junio 04, 2006

Las horas de la Fuga

“No se... Yo soy un loco que extraña a su
propia alma.
Yo fui amado en efigies en un país más allá
de los sueños.”

“Entre la vida y yo hay un vidrio tenue. Por más nítidamente
que yo vea y comprenda la vida, no la puedo tocar.”

Fernando Pessoa

Duermo. Recupero la respiración aquietada, acompasada, silenciosa de lentitud. Después de la agitación de los últimos minutos creía imposible la paz de los pulmones.
Es extraño. Aunque duermo, sé que ellos están allí, llevándome. Siento los relieves del piso, mientras avanzamos en este auto que presumo muy viejo. Siento, también, un peso eterno en los brazos y en las piernas; la sangrienta humedad de mi abdomen. Es un sueño de asombrosa lucidez. Nos detenemos. Todavía no oigo bien. Allí vuelan los murmullos, el eco del vacío, un zumbido doloroso, interminable. Sé que hablan pero no los escucho. Me arde en la piel la vibración de sus palabras. Me bajan del auto. Quiero gritar. No tengo fuerzas. Se estanca el aullido en el áspero laberinto de la garganta. Siento el desierto envolviéndome, el viento castigándome el cuerpo. Oigo el eco desgarrador de un grito callado. Es el silencio de mi queja el aire de este páramo.
Antes o después, despierto -¿o sólo abro los ojos?-. Reaparecen ante mí los colores, quizás más opacos, desnudados del misterio de su luz, menos vivos que la última vez. Parece que lo que veo está impregnado en mis pupilas, tallado en el fondo de mis ojos. Las formas nacen en mí y se cristalizan, afuera, en estatuas enmohecidas.
Dudo.
Superada la sorpresa de los colores, comienzo a descifrar, a leer, la procesión de muros que me rodean. Vuelvo a asombrarme: hubiera jurado que estaba en el desierto.
Siento la quietud aplastante del terror, de la muerte.
Descubro- en lo que veo, en lo que recuerdo- las paredes grises de la vieja cárcel. Tal vez sufrí dolor.
Reconozco las manchas de humedad, los ladrillos oscurecidos por la calumnia. Avanzo desandando un camino que alguna vez recorrí. Siento la memoria del tormento; la repetición de un infierno.
Otra vez, no habrá forma de escapar. ¿Cuántas veces caminamos este pasillo? ¿Cuántas veces más lo caminaremos?
Supero un portal. Tras él, un rostro monstruoso: un carcelero de carne y hueso, con gestos de yeso, detenido en la tenebrosa pose de las estatuas en la madrugada.
Como una catarata, una explosión, un torbellino; la memoria se expande delante de mis ojos: el frío la soledad la traición los gritos los llantos mi celda mi verdugo mi carne desgarrada las palabras silenciadas la añoranza de la libertad el cielo recortado los barrotes inclementes los martirios la injusticia el hedor de un aire irrespirable la ausencia de su piel la imaginación aplastada en la oscuridad mi dibujo en la pared mi fe inútil lo que queda por soñar.
Grito. La escena queda en su quieta indiferencia. Me acerco a la celda abierta: ahí estoy yo, con una mueca de indescriptible pánico, despojado de todo tiempo, de toda esperanza. Sólo con mirarme, advierto la fragilidad de mis rodillas raspándose en el suelo frío. Descubro, también, el cosquilleo de la mirada de mi compañero correteando por la nuca helada. Las arrugas de su gesto dibujan un calvario petrificado, condenado a permanecer así, sin el alivio ni el engaño del transcurrir.
Vuelvo a escuchar el disparo, el eco furioso de su detonar, la certeza cruel de la propia muerte, la risa desencajada del sudoroso ejecutor.
Me acerco a mi cuerpo arrodillado y, en una caricia que es mi último consuelo, vuelvo a hacerme carne. Junto al impacto, regresan las percepciones: los dedos palpan el terror, los oídos sucumben ante la ruidosa explosión de la muerte, el gusto amargo de la sangre impregna el paladar, los ojos se cierran en un universo de tinieblas – vuelven a opacarse los colores-, la respiración se apacigua luego de la excitación. ¿cuántas veces nos mataron?¿Cuántas más nos matarán?.
Duermo. Ellos están allí. Nos detenemos. El desierto y el vacío silencian mi grito. Las palabras ajenas carcomen mis huesos: seré para siempre mi propio fantasma.

La luna y los silencios






-I-
La luz repetida, detenida en la quietud silenciosa de una noche de abril, interroga el misterio del reflejo de la luna- espejo contra espejo: la luna en sus ojos, sus ojos en la luna - .Era una mirada amarilla como una duda.
Todo el exceso de vida en el vino alborota la escena, la hace irreal. Lo más vital nos parece siempre ficción.
A lo lejos, lloran las guitarras sus lágrimas de arena salada. Aunque no lo conocen, revelan el secreto frío y ciego del rugido del mar.
Se expande en el cuarto un dolor dulzón -¿estaba escrito?-, un enigma dorado del que no podrán salvarlos –nunca, jamás- ni el olvido, ni la sangre derramada, ni el licor pesado en las venas. Valentín se entrega, alegremente y con los ojos cerrados, a la embriaguez serena de esa melancolía.
Ella se acerca. Son dos pasos calmos que no logran, siquiera, alterar el aire.
Valentín intenta reconocerla –quizás alguna vez la haya soñado, quizás la inventó, quizás la escrib.
Ella se sienta a su lado. No es sólo la claridad que comparte, ingenua; no es sólo una voz que se desvanece. Él sabe que hay algo más y está dispuesto a develarlo.
En la noche que pinta la ventana, la luna y los espejos se repiten el misterio.


-II-
Sendero de tinta de colores en una de esas absurdas lunas de la tarde.
Ella, un calidoscopio, un cristal.
La luz, el azar, las tonalidades atraviesan la piel transparente, se refractan. La luz, el azar, las tonalidades se hacen luz, azar, tonalidades para todos. Sueño de la humanidad, gris imposible.
¿Qué es verdad? ¿Qué es poesía en este lodo?
Sin respuestas, Valentín deja de imaginar.

-III-
Valentín es un nombre quijotesco. Combina- en su sonido- un coraje heroico y una inocente ternura.
Valentín es un hombre quijotesco. Asume para sí –tal vez por el valor poético de la derrota, tal vez porque exista una dosis mayor de lo humano en los fracasos cotidianos- cuanta batalla perdida de antemano exista a su alrededor. Aquí reside su tristeza esencial: el triunfo no lo seduce, la derrota le duele.
Valentín crea su mundo, su vida, sus colores, su vuelo y su aire, a través de las palabras. Por eso es un hombre que sueña. La imaginación no es una cualidad de las cosas. Es una virtud de las lecturas posibles para enfrentar esas realidades.
Valentín cree en la palabra. Un signo es a la vez, para él, un nacimiento, una mentira, mil muertes, un mar profundo, otros signos, el viento modelando la tierra.
Lo que él no sabe – aunque actúa como si lo supiera- es que la palabra habita también los suburbios que pretendemos insignificantes: está en un barco furioso en altamar, en el aroma de la cercanía, en la nostalgia inexplicable de los otoños, en la puñalada naranja de los faroles en invierno, en la infamia universal castigando una piel ajada, en la turbia sinceridad de los charcos de agua sucia, en la percusión de sus zapatos, en el arte de sus colores, en un sueño reclamando el amanecer.
Además, Valentín desconoce – en la que quizás sea su más épica ignorancia, su más virtuosa ingenuidad- que él mismo no es otra cosa que palabras.


-IV-
En cada palabra hay un nacimiento- el comienzo de una muerte-, tan impredecible como imaginar un rompecabezas a partir de una sola pieza, como el vaivén del caminante en la ciudad, como una pregunta al vacío.
Ella dijo hola y a la palabra le crecieron raíces fuertes, que se aferran a la tierra gris, como un recuerdo. Tarea imposible la de todo viento, la de todo olvido.
Ella dijo hola y de la palabra nacieron ramas tramas hojas ojos frutos dolores compartidos nidos un mundo en ruinas pájaros alimento valentía del primer vuelo esperanza un capullo en el suelo el hacha traición manos en tierra azahares la boca perfume el rostro manchado de colores, una flor.
Él, Valentín, mudo, tartamudeó silencio.

-V-



Una vez más, su índice recorrió la espalda -deslumbrante, luminosa- marcando las huellas del misterio tembloroso de la desnudez, de la fragilidad. El roce de las pieles ritmó, con su susurro, la respiración que ella desechó al dormir.
Como un compositor involuntario de una imperceptible, incomunicable, imposible melodía; el dedo dibujó, con pasión, círculos en la espalda. Quizás fue la misma música, la misma nota de la que nacen –con la ansiedad febril de un torbellino, con la sorpresa de la fantasía- el cosmos, la sonoridad, las percepciones, las palabras y todos los mundos posibles. Tal vez, los movimientos de los planetas no fueron más que un endemoniado vals, un baile que creó y recreó, al bailar, la quimérica armonía de todas las pieles al tocarse.
La intrépida y absurda claridad de la madrugada- murmuró él a su pensamiento, mientras se dispuso a buscar un cigarrillo entre las ropas abandonadas. El chispazo de lumbre pintó de colores – fugaces, descubiertos detrás del seguro refugio de la oscuridad- un pequeño círculo de la habitación. Él no pudo verlos, ocupado en el esfuerzo de ojos cerrados de la primera pitada. Él perdió para siempre esos colores.
Cuando la llama se extinguió, el cuarto volvió a vestirse de una nebulosa invisibilidad. Bastó con un instante de reinado de los párpados para que sea posible un inventario de paraísos perdidos: la sombra – ágil, titilante-, con ese andar distinguido de los felinos al acecho, trepando por los libros de la vieja biblioteca – ¿cuántas vidas hacen falta para abrazar la literatura? ¿ Y para comprender al amor?-; el insecto que vuela en círculos buscando la luz de su muerte heroica; el descanso suave de su vestido en el suelo – otra derrota sutil de la impostura-; el mar desgarrándose contra la ventana –la lluvia y el llanto de todo el mundo, de toda la humanidad -; el sueño de ella –poblado de violetas que vengan, con la duda de su perfume, la despiadada certeza de las ruinas avaras de un planeta tan gris como la sangre ajena- su letargo, su ilusión, su esperanza dibujándose en la cadencia del humo del cigarrillo al elevarse.
Con el último suspiro –el final del tabaco, el nacimiento de la ceniza-, él quiso despertarla, quiso hablarle. No encontró la palabra que buscaba y que tal vez no exista.
Ella nunca lo supo, pero él –en silencio, como todos los enamorados. En silencio, como la llama que esconde una inexplicable agitación detrás de un forma siempre serena, siempre igual- se marchó pensando que dos personas que comparten la pureza brillante de la desnudez quedan, para siempre, atrapados en un poema –instintivo, impensado, inaccesible- en el que ya no hay por hacer nada más –nada menos- que crear, que componer a cada paso, a cada caricia –con la paciencia muda de los músicos, con el prudente discurrir del río al alejarse- universos nuevos, aéreos, leves, ligeros – de fragancias, de mate caliente, de música, de libertad, de silencios, de luna suspendida en la noche sin viento .
Él, Valentín, salió entre la lluvia, cauteloso, para no despertarla.
Ella – y él también, claro- siguió durmiendo, siguió soñando.
Allá afuera, la realidad.

-VI-
Recorrieron un mundo en ruinas. La piel fue refugio, guarida, trinchera. El aire que se esfumaba entre las cadenas fue siempre suspiro, gemido compartido. Él soñó que inventaba mundos desde su espalda.
Frente al mar que se pierde en la mirada, inabarcable; ellos sellaron un pacto acordado en silencios. Se desplomaba el cielo, hacía añicos el horizonte. Como en un falso escenario, la realidad se desvanece.
Sus pieles se hicieron arena, ceniza. El viento desdibuja un polvo misterioso.
Arena sobre arena sobre arena. En el desierto, una ráfaga es mano de escultor.
Otra flor renace en el fin del mundo.





-VII-
“Entre la vida y yo,
un vidrio tenue.
Por mas nítidamente
que yo vea
y comprenda la vida
no la puedo tocar”

Fernando Pessoa

Abandono a mi lado el pincel que aún sangra pintura. Rueda hasta un vaso de grueso vidrio –vacío de vino, rebalsado de ausencia, sediento de silencio- que encierra bajo su peso a la luna ensangrentada.
¿Existe el matiz que obligue a este cuadro a dejar de serlo para nacer como óleo viviente, arcoiris de este gris cotidiano?
Quimera de la forma, utopía del color.
¿Por qué contar esta historia frente a un retrato que sólo puede conformarse con tratar de existir –estúpida sabiduría de las propias limitaciones-?¿Alguien podrá leer este amor desamorado, esta frustrada esperanza en los ojos del dibujo, con sólo percibir que es ese gris – y no otro infame gris- el gris de las pupilas?
¿Cuál es el valor de esta historia?. No lo sé, nunca fui un buen lector.
Yo, que soy –con fe- pintura dibujada en la aspereza de una piel desnuda y – con certeza- pintor, sólo puedo explicar por qué la he contado.
Esta es la misma historia que ha narrado aquel hombre que dibujo detrás de los círculos del viejo lienzo.
Si él quisiera contarnos la relevancia de esta historia, tal vez nos diría una excusa como esta:

- Cuando entramos al cuarto- cerrado, herméticamente, desde hacía meses-, el cuerpo ya estaba tendido sobre el escritorio, junto a un viejo poema de Leopardo, y una hoja en blanco, con su dedo índice dibujando círculos en el papel.
Un vómito de sangre- tal vez la explosión de su propia conciencia, de su propia mudez- manchaba la escena de un modo funesto. Los vecinos no oyeron nada. Ninguno pudo decirnos nada de él: un viejo solitario, callado. Sólo sabían que pasaba horas mirando la ventana. Entre la vida y él, un frágil cristal, un vidrio que deforma.
En la noche calma, la luna llena se teñía de rojo por el polvo que levantaba un viento furioso.
Me quedé con sus papeles e imaginé esta historia que, si él hubiera tenido la valentía de contarla, quizás le hubiera salvado la vida.
En una noche de silencio, comencé a escribir.

Suburbano

Estaba cargada de odio la mirada del comisario, cuando entrecerraba los ojos y con el ceño fruncido repetía furioso que no puede ser, que en algún lado tienen que estar que con ellos no hay que confiarse.
Cargada de odio y de miedo. Porque odio y miedo van juntos, porque está permitido odiar cuando tememos y porque a nadie le importa si el miedo es verdadero, si son extraterrestres, ratas o delincuentes; lo importante es que sea otro, para poder odiarlo y temerlo tranquilos, sin culpas ni cargo de conciencia. Para odiar sirve el miedo.
Sumiso, temeroso, tembloroso y muy flaquito parecía ahora el agente que antes había tenido el puño firme y el grito rabioso, aterrador. Mirando el suelo, en su único acierto, el agente flaquito respondía entre dientes que por qué tanto enojo si todo salió como esperaban, si el operativo era un éxito, si lo habían dicho los diarios, si el gobernador lucía en las fotos su nuevo peinado; así parecía que no podíamos vivir sin ellos, por qué el enojo, repetía, si ya no había que soportarlos oscureciendo las plazas que tan claras parecían ahora solo ocupadas por palomas, por silencios y por personas decentes de esas que protegemos de una vista desagradable que los obligaba a mirar siempre para otro lado como si tuvieran la culpa de algo, como si no tuvieran derecho a tirar su basura tranquilos, a deshacerse en paz de sus desperdicios.
Algo de razón tenía el comisario cuando decía – y pensaba, claro- que en algún lugar tienen que estar, que no hay que confiarse, que estos saben bien cómo usar las sombras de la noche, que ni bien uno les da la espalda, enseguida se amontonan para planear algo, para pensar como alterar ese orden que tan bien le quedaba a las estatuas, a las palomas y a la gente decente que se deshacía de sus desperdicios.
Algo de razón tenía, pero no podía imaginar, no era capaz de sospechar los laberintos, la sombra refugio y guarida, la oscuridad bajo la tierra que habíamos tenido que aceptar pero que nunca habíamos podido elegir. Esa misma oscuridad que era, como la noche inevitable, nuestro único futuro posible. Negro como nuestro nuevo idioma, de pocas palabras, sangradas entre dientes, con un rechinar furioso pero despojado de la absurda claridad insensible de los falsos nombres que nos habían impuesto.
Nosotros sabemos que el mundo que hay sobre esta tierra tiene un orden insostenible, tan irreal como las cobardes palabras que nos nombran, tan irrevocables como la piel carbonizada bajo un fierro caliente. Lo sabemos porque ellos nos buscan, porque nos necesitan, porque no nos encuentran y somos cada vez más los que recorremos estos laberintos subterráneos, con el paso digno y ligero de quien aprendió a huir desde el mismo momento en el que supo caminar.
A veces, cuando trepamos uno encima del otro y nos amontonamos con los hocicos contra el suelo respirando la misma tierra que nos abriga como madre y como madre nos vio nacer; allí sentimos que de tanto peso todo este mundo se dio vuelta y los que viven bajo la tierra son ellos, ignorantes de su encierro, engañados bajo un sol inverosímil.
En un instante de descuido del agente y del comisario, una rata destroza, con su paso ligero, los cristales de la escena silenciosa.
Escurridiza como una venganza, la rata sube a los cielos desde los laberintos de una alcantarilla.

La carta y el hombre


El hombre se acomodó lentamente los anteojos. Miró hacia la máquina de escribir. Tembló, respiró profundo y caminó hasta el escritorio.
Imaginó que esta vez no sería como tantas otras.
Recorrió en su memoria los textos escritos –los que quedaban por escribir-, esa mujer, los millones de papeles, los litros de tinta.
Amante furioso de la escritura: ¿cuántas palabras murieron en su boca? ¿Cuántas nacieron de sus manos?.
Supo que esta vez no sería como tantas otras.
Cuando su mano golpeó con vehemencia una de las teclas de la máquina de escribir, un estrepitoso sonido asesinó el silencio canalla de la noche y se confundió con la melodía seca del choque del papel y el metal.
Inquieto, miró por la ventana. Volvió a acomodarse los lentes y se descubrió asustado. Con sus manos temblorosas, quitó una gota helada de sudor que le maltrataba la frente.
¿Por qué este temor, si ya era paisaje cotidiano el disparo nocturno, la cobardía militar detrás de las penumbras?.
Aún sufría una tremenda angustia, pero la costumbre y la rutina habían hecho desaparecer en él el miedo como reacción física, como reflejo de huesos y músculos dispuestos a ponerse a resguardo.
Alguna vez había comparado la máquina de escribir con un fusil. Esta coincidencia lo hizo sonreír.
El hombre volvió a sentarse, prendió un cigarrillo y miró el papel. Se leía en él –tensa, solitaria- la primera letra de la carta.
Fumó.
La pitada- áspera, desesperada, titilante- iluminó –fugaz- la habitación oscura, clandestina.
Las sirenas policiales –vacilantes, vigilantes, lejanas, callejeras- titubeaban en azul, intimidaban el aire pesado, irrespirable. El humo de los sueños y el tabaco - deforme, impalpable, irreal- se desvanecía en su vuelo atroz, fatal. Más muerte mientras más alto.
Otra vez frente a la máquina - deshecha en silencios la ceniza-, otra vez frente al abismo de la hoja en blanco, del vendaval de broncas, de hastío, de dolor.
Exasperado, impaciente, vertiginoso, sangró cada palabra que escribió. Las saboreó, las disfrutó, como el beso perdido, como la despedida alejada, relegada, impostergable.
Recordó que esa vez no sería como tantas otras.
Pensó en sus muertos. Tantos rostros.
Furia pronunciada en los dedos sobre la máquina.
Limpió los lentes, secó sus lágrimas.
Cuando se adivinó la aurora –generosa luz de la mañana, impunidad para algunos, refugio para otros-, la vista cansada reconoció la forma definitiva de la carta, cada palabra en su lugar.
La firma fue un rito de despedida.
El funesto golpe de tecla que dibujaría el punto final resultó ser imperceptible al lado del presagio de los latidos agitados.
No sería como tantas otras.
Puso la carta en el sobre y salió a la calle.
Reconoció las botas a su espalda.
Apuró el paso.
Despachó la carta en un viejo buzón. Atrás, los gritos imperativos, desarticulados.
Lagrimeó.
No pudo correr más.
Disparó.
Pensó en el mar, en la palabra emancipada, indómita. Pensó en la carta volando, libre, de mano en mano. El metal sobre la nuca.
No. Esta vez no sería como tantas otras.
Cuando volvió a abrir sus ojos, nadie – ni siquiera él mismo- sabrían cómo y dónde encontrarlo.

Bifronte


Entre nosotros dos, una bala.
Una bala detenida en el tiempo y en el aire, esperando un leve movimiento de la escena para avanzar en su recorrido fatal, inevitable, implacable como la muerte misma.
Entre nosotros dos, sólo una bala.
Una bala que marca – absurda como toda frontera- el límite de dos mundos, el trayecto entre dos maneras distintas de embarrarse en este lodo, de hundirse en este pantano.
Entre nosotros dos, una bala.
Una bala a igual distancia de nuestros cuerpos, que nos une tanto como nos separa. Nos une porque está ahí, señalando el curso de nuestra existencia, obligándonos a conseguirla, a dispararla, a esquivarla.
Nos separa, hoy, ahora, sólo la dirección de esa bala. Nos separa, hoy, ahora, la vida y la muerte.
Una bala que nunca marcará la diferencia entre fracasados y victoriosos porque aunque ahora espera avanzar en una dirección, mañana lo hará en la otra y compartiremos el fracaso y la muerte del mismo modo que hoy compartimos esa bala.
¿Qué cambia si hoy veo mi rostro espantado, resignado, en los ojos encendidos de quien tengo en frente, inclemente, ocupado en la indiferente rutina al disparar? ¿Qué cambia si es mi puño firme, decidido, severo, el que siente el temor, el temblor ajeno, ese olor a muerte que se respira en el aire cuando se juntan la transpiración espantada con la pólvora fresca? ¿Qué cambia, si hoy soy yo pero mañana o ayer pude ser él? ¿Quiénes somos él, yo?¿Somos este destino, esta escena, este mundo detenido en la bala que espera reanudar su trayecto? ¿ Somos este gris tormento que – de tan doloroso- ya ni siquiera alcanza a dolernos? ¿Somos esta tierra de metálico dolor, este pecho desgarrado? ¿Somos esta escena cíclica, que todavía espera un desenlace repetido?
Absurda como toda frontera, es la ley quien ahora decide arbitrariamente si muero yo, si muere él. ¿Es posible morir cuando es ésta la vida que vivimos?.
Absurda como toda frontera, esa misma ley disuelve el límite entre la vida que se muere a diario y la muerte que se vive en los resquicios de los papeles incalculables, agobiantes; en los silencios de la palabra que se nos impone; en la palabra que nos calla o nos nombra para callarnos.
¿Qué cambia si yo soy él, si yo soy yo en esta escena?
¿Qué importa si siempre es la ley la que nos arma para defender – a muerte- el dejar morir?
¿Qué cambia si yo soy él, si yo soy yo en esta escena?
¿Qué importa si siempre es la ley, frío metal, la que nos espera, pase lo que pase, para empujarnos a esta escena; con una bala entre nosotros dos –absurda como toda frontera-; para condenarnos con su tinta furiosa y nombrarnos, hasta dañarnos las pieles, con esas inscripciones que vienen pensando hace siglos y que nos hacen creer que existen antes que nosotros?.
Nada cambia porque esa bala, absurda, comienza a avanzar, y cuando impacte en la carne doliente- en una explosión que inundará de sangre la noche oscura, el aire frío, el cielo testigo- yo volveré a morir, aunque sobreviva.

viernes, junio 02, 2006

Sinfonia inconclusa para Bagdad


Bastó una mueca mínima e intensa para hacer pedazos el insostenible protocolo de aquella mañana. Nadie más pudo distinguirlo pero miró el suelo un instante pequeño, incalculable. Encerraba en el gesto un caudal de dolores que acudía vertiginoso a la garganta, a los ojos, a las lágrimas.
Se aferró, aún recto, inmóvil, al metal frío que escondía tras sus manos morenas.
No pudo olvidar la música libre, indómita, en los suburbios de New Orleáns; ni la admiración bohemia a aquél anciano de sonrisa infinita en la dentadura ausente; ni el vinilo de pasiones cadenciosas, en aquellos tiempos en los que la estrategia solo servía para pescar los amores furtivos; ni las noches de estrellas –esas sí que lo eran, estrellas de brillo propio, inmensas, inasibles, deslumbrantes- difusas entre el pesado humo de tabaco en el ambiente.
Jamás imaginó así este uniforme que ahora lo asfixiaba, rodeándole el cuello, las emociones, impregnándose en la piel como una llaga, como un ardor afiebrado en el desierto, marcándole a fuego la muerte repetida. Era incalculable esa muerte en los rincones, bajo la tierra, en el horizonte distante –falso espejismo de luto ilusionado- , en el cielo cada vez más rojo, y por todos lados la palabra que la nombra y su aullido repetido en un éxtasis furioso que insiste en llamarla hasta hacerla ajena, hasta hacerla aire, hasta hacerla todo -o nada - en este mundo. Y sin embargo, allí estaba, tan irreal, la muerte –impiadosa- con ese silencio de ferocidad nauseabunda, con esa presencia del abandono gris, insensible, cruel.
En ese escenario lúgubre, sombrío como una prisión, él y su música atrapados en la ropa húmeda, insoportable como cárcel y mortaja.
¿Qué había sido del jazz, de la nostalgia contagiosa que incita a los dedos a marcar el ritmo contra lo primero que se ponga por delante? ¿Qué había sido de la mirada esquiva como toda pena, de los vapores del alcohol como todo consuelo? ¿Y si era cierto? ¿Y si realmente era un traidor, incapaz de la inocencia ante tanto crimen? ¿Era, verdaderamente, una traición haber escogido este llanto para su música entre tantos lamentos posibles?
Había sido una decisión difícil; pensó en el dinero, en el futuro, en hacerse un nombre. El ejército ofrecía una elegancia convincente, un porvenir tangible, una tranquilidad afortunada que todavía no parecía tan atroz. Prometió no tocar un arma, no olvidar a sus compañeros de la pobreza en los suburbios. Juró patriotismo con desdén. Y, sin embargo, aquí estaba, en esta mañana iluminada de un sol cínico, aturdido por la rutina de tocar la misma melodía, otra vez, infinitas veces, ante un público despiadado, incapaz de oírle, ahogado en sus silencios, en sus dolores.
Y la boca incómoda, raspada hasta el hartazgo por el mismo rito, y ese sonido que ocultaba un dolor intenso que presionaba y presionaba los labios, con un torrente de sangre y grito contenido que tejía ampollas con el beso al metal del instrumento.
Tal vez un poco por desesperación y un poco por ambición, él había terminado en ese escenario de prados verdes, silentes, hastiado de cruces y despedidas. Abandonado a la voluntad ajena, seguía ahí, como un adorno más de un ritual de fantasmas y mutilados. Amigos, compañeros, enemigos, hijos, hermanos, viudas; algunos voluntarios, otros involuntarios, todos protagonistas de la liturgia funesta del poder más insaciable. ¿Cuántas veces había tocado esa mañana? ¿cuántas mañanas así, de irremediables funerales, más pequeños, más sencillos, algunos inconclusos otros imposibles, en Basora, en Bagdad, en un pasado impalpable, en Kabul, en un mañana inevitable, en Sarajevo, en Beirut, aquí en New Orleáns, en la nada, en las ruinas de la humanidad? ¿Cuántas veces más?
Divisó el brillo de su trompeta compañera, la ciñó, nuevamente, acariciando el helado alivio del bronce fulgoroso.
Levantó, por fin, la mirada. Supo imaginar la bandera estúpidamente doblada: la vio cubierta de heridas y ofensas propias y ajenas, de avaricia asesina, de llanto inconsolable de los niños. Sospechó, con certeza, la alegre indiferencia de los devotos de la riqueza, sus inverosímiles rostros acongojados.
Siempre rígido, con pose de yeso, apuntó la trompeta hacia el cielo en el que nacía -huracanada- otra tormenta.
Ni el viento en furia, ni la lluvia, ni otra de tantas muertes podrían perturbar la gala verde oliva que vestía.
Juntó el aire y los gritos en los pulmones. Se expandió en el espacio la primer nota, viva, penetrante, sentida.
Sopló alargando el sonido hasta hacerlo intolerable.
Tirante, impredecible, la herida ardorosa de la boca explotó derrotada.
Tampoco perdió la postura cuando sintió nacer un surco de líquido rojo desde la comisura de sus labios, que recorrería –pesado- el semblante inmóvil, se deslizaría opacando el bronce de la trompeta y caería en una, en mil gotas hacia un suelo saciado hasta el hartazgo de tanta sangre derramada.