miércoles, septiembre 06, 2006
Donde las arañas tejen su nido...
Alonsito estaba sentado sólo en el patio de la escuela. Sus manos, sucias de un cartucho de tinta reventado, se refugiaban en el bolsillo remendado del guardapolvo blanco. Hacía esfuerzos para no llorar.
Para nosotros, los muchachos de la barra –ocupados en espiarlo desde un sitio alejado- él era un misterio más. Igual y diferente al enigma de aquella solterona de la cuadra de la plaza, al de la casa abandonada y tantas veces apedreada o al sombrío sereno de la vieja fábrica.
Todos ellos escondían un pasado inexplicable para nosotros. Sospechábamos algún suceso fantástico que los había condenado a una personalidad única, incomprensible, que, aunque no quisiéramos admitirlo, nos aterrorizaba. Y sospechar era, para la naturaleza detectivesca de nuestras infantiles ansiedades, imaginar hipótesis más parecidas a leyendas que a explicaciones. Buscábamos en nuestro ensueño la virtuosa fe de lo fantástico.
Alonsito era diferente porque con él, el miedo no era sólo eso. Sentíamos también cierto respeto.
Algo había en él que lo salvaba de nuestras bromas, muchas veces crueles, de las que sí eran víctimas todos nuestros compañeros. Tal vez fuera su silencio o las pocas palabras que decía, tan tímidas, tan lejanas que sonaban como un eco llegado desde otro tiempo. Tal vez fuera su modo de vestir, siempre elegante –aun con parches humildes -, casi gris, de foto vieja. Tal vez fuera verlo deambular, o los pantalones cortos, o las piernas azules de frío, o la corbata ordenada y ajustada firme contra el cuello. Quizás fuera la mirada siempre contra el suelo, ausente.
Alonsito era el único de nuestros temores que no habíamos podido vencer.
Y ahí estaba, lagrimeando contra el rincón del patio de la escuela, solitario. Hoy no había sido un buen día para él. Nada grave, un tintero roto, una mancha en el purísimo blanco del delantal. Para nosotros hubiera sido, tal vez, una gracia más. Para él, para su pose, para su gala sencilla, una verdadera afrenta, una tragedia.
Sergio, el más vivaz, el pequeño líder de nuestra banda, tomó la palabra, sin mirarnos, con la vista aun fija y perdida en la corbata anudada de Alonsito.
- El campeonato del barrio es este sábado....- Sergio nos daba, serio, intrigante, una primera pieza, una pista para armar el rompecabezas que él ya tenía ideado. Así lo hacía cada vez que pensaba un plan.
¿Cómo podíamos olvidar ese torneo? Teníamos que defender el campeonato que habíamos ganado el mes pasado, holgadamente, contra el Sportivo, nuestros rivales de siempre. Las estadísticas nos favorecían: veníamos ganando los últimos partidos y -además -jugábamos de local. Lo que no podíamos entender era qué tenía que ver Alonsito en todo esto. Es más, nunca lo habíamos visto jugar al fútbol. En silencio, escuchamos como Sergio seguía con su plan.
- Ayer hablé con Juan, el capitán del Esportivo. Les falta uno. – la sonrisa pícara, malvada, nos inquietó el pecho. Se oyeron un par de risas ávidas, pequeñas, incontenibles.
¿Saben quién podría ser ese que falta?- nos preguntó, esperando que todos supiéramos la respuesta. Para confirmarlo, acompañó sus palabras con un gesto del mentón apuntando a Alonsito.
¿Y cómo lo convencemos?- protestó, apremiado, Ignacio.
El timbre marcó el final del recreo. Mis compañeros corrieron al aula. Yo volví caminando, pensativo. Sin gestos en el rostro, indiferente a los ejercicios, pasé la clase de matemáticas pensando estrategias para hablarle.
Lo miré, una y otra vez, buscando respuestas. Allí estaba, sólo en el banco, empuñando el lápiz –grueso, tosco, arcaico-, concentrado en los números – esos firuletes de la certeza- dibujados en el papel. El cachete apoyado sobre el cuaderno de tapa dura, de hojas amarillas.
Inesperada, luminosa; se desnudó ante mí la respuesta. Entre las rugosidades del forro papel araña, irrumpía torpemente un escudo de Racing.
Yo soy- fui, seré- hincha de Racing.
Es lo mejor y lo peor que te podía haber hecho, me decía mi papá, sabio de derrotas y esporádicas – y tal vez por eso inolvidables- alegrías.
Ese descubrimiento fue, para mí, toda una revelación.
Por un instante, miré a Alonsito con otros ojos, de otra manera. Ya no era ese extraño inalcanzable. Tal vez lo comprendí.
Ese descubrimiento fue toda una revelación.
Cargado de una ansiedad incontenible, el banco de la escuela no me pudo detener.
Aproveché que la maestra escribía en el pizarrón, llamé a Sergio cautelosamente y con un movimiento de la mano sobre mi pecho – parpadeando levemente- le hice saber que yo me encargaría de hablarle.
Revolví el bolsillo de mi delantal y, entre caramelos, papeles viejos y semillas de girasol mordidas, la encontré: una figurita –repetida, claro- del Lagarto Fleita. Serio, imperturbable, las manos en la cintura, los ojos en un punto lejano, vestía la camiseta blanquiceleste con pose de guerrero.
Armé un sobre y lo tiré sobre el banco de Alonsito.
Él me miró desconcertado y tal vez escéptico.
Guardó mi regalo-grave, inconmovible- entre sus útiles.
-¡¡¡Sánchez!!!- interrumpió la señorita furiosa, al descubrirme distraído, buscando la atención de Alonsito- Yo siempre le digo: usted es un prevaricador del estudio.
Mis compañeros, impiadosos, estallaron en carcajadas.
Fingí que había sido el reto de la señorita y las risas de mis compañeros lo que me había puesto de mal humor. No era eso. Era, más bien, una extraña melancolía por haber superado, silenciosamente, una distancia mínima y abismal. Era, quizás, verme a mí, a la barra, desde una angustiante madurez; desde los ojos de Alonsito.
Fastidioso, salí del aula sin despedirme. Camino a casa, Alonsito –a un paso corto, ligero, rígido- me alcanzó. Yo no había notado su presencia hasta que me habló
-Un notable crack de la escuadra Racinguista- me dijo, señalando la figurita.
Las palabras gastadas, vetustas, acentuaron en mí la sorpresa.
-Es un gran delantero- tartamudee, atragantando en el estupor toda respuesta inteligente.
- Insái –corrigió, estricto- insái.
Caminamos en silencio, un largo rato.
- Che, pibe, vení, acompañame que te muestro algo- propuso, indescifrable, de repente.
Entramos a una casa con la fachada descascarada y llegamos a un desván húmedo, sombrío. Alonsito prendió una luz débil, que inició un combate desigual, tal vez inútil, contra una oscuridad que parecía haberse impregnado- hecha cemento- en las paredes.
En un rincón, una telaraña hilada con maestría de artesano crecía y crecía ajena a la historia, al fulgor de los días, al renacer vital de la vejez.
La araña descansaba, tranquila, sobre la impunidad del abandono. Desconocía-posiblemente- que su reposo, ese saber sereno de la prudencia, se parecía –mudo, aterrador- a la muerte inmóvil que la rodeaba.
Detrás de una nube de polvo fino, se oyó –irreal- la voz de Alonsito.
Mirá- me dijo señalando una torre de revistas amarillentas.
El Gráfico, Goles, Sólo Fútbol, Ansiedad Deportiva, La Voz del Sport, El rotativo atlético; cada una con un futbolista mitad fotografiado, mitad pintado a mano, camisetas casi de lana, apretadas al cuerpo; canchas de césped lastimado, piso de potrero maltratado. Pero, sobre todo, esos ojos de valentía nostalgiosa, presagio de mil hazañas.
Ahí estaban- por fin imagen- las epopeyas relatadas con tanta pasión por mi papá, por mi abuelo. Esas que yo había soñado perdidas en el pasado, que- difusas en el recuerdo- se acercaban peligrosamente a la mentira. Y esos héroes de los que había empezado a desconfiar estaban estampados -¿reales?- en ese papel añejo: El Bocha Maschio, Corbata, El Chango Cárdenas, Perfumo.
En ese desván opaco, sitio inaccesible para el tiempo, la tarde pasó paciente pero inevitable.
Nosotros no lo notamos, entretenidos releyendo formaciones, fantaseando los goles trazados en los artículos, oyendo el eco del rugir del público en las fotos. Y una y otra vez el zurdazo inmortal del Chango Cárdenas y ese título –imposible, inimaginable, dulce-: Racing Campeón del Mundo.
Alonsito me confesó que ese era el lugar donde pasaba sus días. Yo, olvidando la humillación que planeaban mis amigos, lo invité a jugar el sábado. Quería-verdaderamente- compartir con él mi pasión por Racing, por el fútbol.
Mientras acomodaba las revistas, Alonsito aceptó la propuesta. Cuando se acercó para despedirme, noté, en su rostro, una expresión de duda, de contrariedad. Detrás de él, en la repisa, al lado de una foto arrugada -casi oxidada- de Rulli estaba- nueva, brillante- la figurita de Fleita.
***
El sol del barrio iluminaba- festivo- el baldío pedregoso, abandonado. El sábado había llegado, y con él, de a poquito, los chicos en grupos. Ignacio, el más esperado, con la pelota. Algunos escogían cuidadosamente las piedras que servirían para hacer los arcos. Después medían, contando los pasos, el largo apropiado para cada portería.
Sergio y yo peloteábamos al Rulo que, burlonamente, hacía de arquero improvisado. Cuando me tocó pegarle a mí, la pelota picó en un pozo y fue a parar al jardín del vecino. Después de un instante silencioso, consternado, junté coraje, pedí ayuda y trepé el paredón. Desde arriba, entre las calles del barrio, divisé a los chicos del Esportivo. Junté los dedos bajo la lengua e informé, con un silbido, a mis compañeros. Tomé las precauciones necesarias para que el vecino no me viera y, en un temerario movimiento, recuperé la pelota. De paso, saqué un damasco del árbol.
Pegué el salto desde la medianera y me acerqué hasta donde se saludaban – recelosos- Sergio y Juan. Todavía jugaba con el carozo de la fruta en la boca cuando escuché el reclamo de Juan:
- ¿Dónde está el pibe que juega para nosotros?
- No sé, fue él el que le habló- respondió Sergio señalándome.
Yo me encogí de hombros:
- Me dijo que venía....- solté sin mucho interés.
Una ráfaga de viento levantó tierra y polvo en el potrero. Detrás de la nube, como una silueta fantasmagórica, con un matiz pardo en la sombra, arrastrando un paso cansado vislumbramos a Alonsito.
Muchos chicos no pudieron contener sus risas al verlo vestir una camiseta -de Racing, claro- apretada contra el pecho, con una tela añeja y con un número siete raído, cayéndose a pedazos desde la espalda, con las medias que evitaban las rodillas con un doblez grueso, y hasta una boina gris.
- ¿Han finalizado todos los preparativos para este importante match?- soltó Alonsito sin ruborizarse.
Al escuchar esas palabras, nuestro arquero se retorcía a carcajadas, atajándose la panza como cuando embolsaba con seguridad un centro peligroso. Los que estaban más cerca de él, se esforzaban para mantener una decorosa actitud. Juan hizo un gesto de desprecio hacia su nuevo compañero pero no le quedaba más opción que aceptarlo.
Los equipos se fueron acomodando en el baldío. Algunos tiraban las piedras grandes fuera de la cancha, otros se empujaban nerviosos.
El partido comenzó con algunas imprecisiones: la cancha no estaba bien y costaba controlar el balón. Los primeros minutos fueron mucho más parejos de lo que creíamos. A nosotros nos costaba llegar al arco rival y ellos no podían contra sus limitaciones.
El tiempo pasaba y no había goles. Un cero a cero es común en los partidos de verdad, pero improbable en el baldío del barrio.
No había forma: yo rematé al arco pero la pelota rebotó en una piedra y se fue afuera. Ni Nacho – que de grande jugaría en la liga local- ni Francisco – a quien sólo una lesión de meniscos lo separaría de ser una estrella del deporte- lograban rebuscárselas para controlar una pelota caprichosa.
Ellos tuvieron una carambola que se fue cerca del palo izquierdo de nuestro arco. Pero nada más.
Seguíamos sin abrir el marcador y la cosa se ponía cada vez más peleada. Hubo algunos empujones y un par de patadas. De todas formas, no era nada grave: solamente nervios y fastidios por no poder hacer el primer gol.
De Alonsito ya nos habíamos olvidado. Nos preocupaba más el resultado del partido que seguir burlándonos de él. Además, él no había tenido ni la mas mínima participación en el juego; sólo estuvo quieto, de pie, a un costado de la cancha, refugiado contra el cordón de la vereda.
No sé qué hacía exactamente en el momento en el que el partido empezó a hacerse leyenda. Sólo sé que faltaba poco para que terminara. Me recuerdo tirado en el piso, aunque no sé si era para alcanzar una pelota que se fue a la calle o por un foul que me habían hecho.
Lo importante es que comenzamos a escuchar una voz opaca, rasposa, distante. Se oía como apretada y obligaba a un esfuerzo para descifrar lo que decía.
Tras un instante de desconcierto, en el que nos miramos unos a otros sin saber cómo explicar ese sonido impreciso, que se hacía rítmico, vertiginoso, atropellado sobre sí; alguien tiró la pelota sobre la cancha y hacia ella fuimos con alguna vacilación.
Pero el sonido seguía allí, ligado a nuestro juego, anticipando nuestros movimientos, nuestros pases.
La voz se hizo nítida cuando Alonsito tomó, por primera vez, la pelota. Era él, ensimismado, quien narraba el partido como un viejo relator.
“Impera la emoción. Transpira nostalgia la gramilla, impregnada esta tarde de antiguas hazañas. Hombres de temple nos han entregado una batalla cruenta, que aun no puede definirse. Cero a cero es el marcador del importante match.
Toma el esférico Alonso para el sportivo – Alonsito agarró la pelota-
Elude la marca del centrojás rival, quien con hidalguía no rehuye a la persecución de Alonso. – Alonsito se hizo inalcanzable- . Sensacional y certera inspiración de Alonso que avanza con peligro, aun lejos de la meta. Rumores efusivos bajan de las gradas para alentar la jugada de quien quiere prodigar su esfuerzo para hacerse paladín del triunfo del Esportivo. Momentos de conclusión de la contienda. Se mantiene la paridad en el resultado y Alonso sigue avanzando con convicción.
Se produce el claro en la defensa rival, Alonso ubica el arco entre sus cejas, chuta y.........”
La o se alargó hasta el infinito. Los chicos del Esportivo se abrazaban con rostros aturdidos. Sólo la alegría les devolvió el movimiento que la sorpresa les había negado.
La voz seguía narrando y describía como las mallas de una red inexistente se estremecían hasta el paroxismo, conmovidas por un bombazo indescriptible, un zurdazo despojado de sutilezas, pero pleno de la brava hombría necesaria para desnivelar el cerrado marcador.
Sergio estuvo a punto de protestar. Una jugada así siempre es polémica en un potrero sin arcos. Pero Ignacio, atónito y frustrado, se anticipó:
- La clavó... –dijo pálido.
- Si… – completé, contagiado de albiceleste melancolía – La clavó ahí donde las arañas tejen su nido.
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1 comentario:
No voy a revelar la identidad de este cósmico personaje. Pero puedo decir que lo conozco y que es un grosso como pocos.
Seguí tejiendo historias, ahí donde las arañas hacen sus nidos.
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