domingo, junio 04, 2006

La luna y los silencios






-I-
La luz repetida, detenida en la quietud silenciosa de una noche de abril, interroga el misterio del reflejo de la luna- espejo contra espejo: la luna en sus ojos, sus ojos en la luna - .Era una mirada amarilla como una duda.
Todo el exceso de vida en el vino alborota la escena, la hace irreal. Lo más vital nos parece siempre ficción.
A lo lejos, lloran las guitarras sus lágrimas de arena salada. Aunque no lo conocen, revelan el secreto frío y ciego del rugido del mar.
Se expande en el cuarto un dolor dulzón -¿estaba escrito?-, un enigma dorado del que no podrán salvarlos –nunca, jamás- ni el olvido, ni la sangre derramada, ni el licor pesado en las venas. Valentín se entrega, alegremente y con los ojos cerrados, a la embriaguez serena de esa melancolía.
Ella se acerca. Son dos pasos calmos que no logran, siquiera, alterar el aire.
Valentín intenta reconocerla –quizás alguna vez la haya soñado, quizás la inventó, quizás la escrib.
Ella se sienta a su lado. No es sólo la claridad que comparte, ingenua; no es sólo una voz que se desvanece. Él sabe que hay algo más y está dispuesto a develarlo.
En la noche que pinta la ventana, la luna y los espejos se repiten el misterio.


-II-
Sendero de tinta de colores en una de esas absurdas lunas de la tarde.
Ella, un calidoscopio, un cristal.
La luz, el azar, las tonalidades atraviesan la piel transparente, se refractan. La luz, el azar, las tonalidades se hacen luz, azar, tonalidades para todos. Sueño de la humanidad, gris imposible.
¿Qué es verdad? ¿Qué es poesía en este lodo?
Sin respuestas, Valentín deja de imaginar.

-III-
Valentín es un nombre quijotesco. Combina- en su sonido- un coraje heroico y una inocente ternura.
Valentín es un hombre quijotesco. Asume para sí –tal vez por el valor poético de la derrota, tal vez porque exista una dosis mayor de lo humano en los fracasos cotidianos- cuanta batalla perdida de antemano exista a su alrededor. Aquí reside su tristeza esencial: el triunfo no lo seduce, la derrota le duele.
Valentín crea su mundo, su vida, sus colores, su vuelo y su aire, a través de las palabras. Por eso es un hombre que sueña. La imaginación no es una cualidad de las cosas. Es una virtud de las lecturas posibles para enfrentar esas realidades.
Valentín cree en la palabra. Un signo es a la vez, para él, un nacimiento, una mentira, mil muertes, un mar profundo, otros signos, el viento modelando la tierra.
Lo que él no sabe – aunque actúa como si lo supiera- es que la palabra habita también los suburbios que pretendemos insignificantes: está en un barco furioso en altamar, en el aroma de la cercanía, en la nostalgia inexplicable de los otoños, en la puñalada naranja de los faroles en invierno, en la infamia universal castigando una piel ajada, en la turbia sinceridad de los charcos de agua sucia, en la percusión de sus zapatos, en el arte de sus colores, en un sueño reclamando el amanecer.
Además, Valentín desconoce – en la que quizás sea su más épica ignorancia, su más virtuosa ingenuidad- que él mismo no es otra cosa que palabras.


-IV-
En cada palabra hay un nacimiento- el comienzo de una muerte-, tan impredecible como imaginar un rompecabezas a partir de una sola pieza, como el vaivén del caminante en la ciudad, como una pregunta al vacío.
Ella dijo hola y a la palabra le crecieron raíces fuertes, que se aferran a la tierra gris, como un recuerdo. Tarea imposible la de todo viento, la de todo olvido.
Ella dijo hola y de la palabra nacieron ramas tramas hojas ojos frutos dolores compartidos nidos un mundo en ruinas pájaros alimento valentía del primer vuelo esperanza un capullo en el suelo el hacha traición manos en tierra azahares la boca perfume el rostro manchado de colores, una flor.
Él, Valentín, mudo, tartamudeó silencio.

-V-



Una vez más, su índice recorrió la espalda -deslumbrante, luminosa- marcando las huellas del misterio tembloroso de la desnudez, de la fragilidad. El roce de las pieles ritmó, con su susurro, la respiración que ella desechó al dormir.
Como un compositor involuntario de una imperceptible, incomunicable, imposible melodía; el dedo dibujó, con pasión, círculos en la espalda. Quizás fue la misma música, la misma nota de la que nacen –con la ansiedad febril de un torbellino, con la sorpresa de la fantasía- el cosmos, la sonoridad, las percepciones, las palabras y todos los mundos posibles. Tal vez, los movimientos de los planetas no fueron más que un endemoniado vals, un baile que creó y recreó, al bailar, la quimérica armonía de todas las pieles al tocarse.
La intrépida y absurda claridad de la madrugada- murmuró él a su pensamiento, mientras se dispuso a buscar un cigarrillo entre las ropas abandonadas. El chispazo de lumbre pintó de colores – fugaces, descubiertos detrás del seguro refugio de la oscuridad- un pequeño círculo de la habitación. Él no pudo verlos, ocupado en el esfuerzo de ojos cerrados de la primera pitada. Él perdió para siempre esos colores.
Cuando la llama se extinguió, el cuarto volvió a vestirse de una nebulosa invisibilidad. Bastó con un instante de reinado de los párpados para que sea posible un inventario de paraísos perdidos: la sombra – ágil, titilante-, con ese andar distinguido de los felinos al acecho, trepando por los libros de la vieja biblioteca – ¿cuántas vidas hacen falta para abrazar la literatura? ¿ Y para comprender al amor?-; el insecto que vuela en círculos buscando la luz de su muerte heroica; el descanso suave de su vestido en el suelo – otra derrota sutil de la impostura-; el mar desgarrándose contra la ventana –la lluvia y el llanto de todo el mundo, de toda la humanidad -; el sueño de ella –poblado de violetas que vengan, con la duda de su perfume, la despiadada certeza de las ruinas avaras de un planeta tan gris como la sangre ajena- su letargo, su ilusión, su esperanza dibujándose en la cadencia del humo del cigarrillo al elevarse.
Con el último suspiro –el final del tabaco, el nacimiento de la ceniza-, él quiso despertarla, quiso hablarle. No encontró la palabra que buscaba y que tal vez no exista.
Ella nunca lo supo, pero él –en silencio, como todos los enamorados. En silencio, como la llama que esconde una inexplicable agitación detrás de un forma siempre serena, siempre igual- se marchó pensando que dos personas que comparten la pureza brillante de la desnudez quedan, para siempre, atrapados en un poema –instintivo, impensado, inaccesible- en el que ya no hay por hacer nada más –nada menos- que crear, que componer a cada paso, a cada caricia –con la paciencia muda de los músicos, con el prudente discurrir del río al alejarse- universos nuevos, aéreos, leves, ligeros – de fragancias, de mate caliente, de música, de libertad, de silencios, de luna suspendida en la noche sin viento .
Él, Valentín, salió entre la lluvia, cauteloso, para no despertarla.
Ella – y él también, claro- siguió durmiendo, siguió soñando.
Allá afuera, la realidad.

-VI-
Recorrieron un mundo en ruinas. La piel fue refugio, guarida, trinchera. El aire que se esfumaba entre las cadenas fue siempre suspiro, gemido compartido. Él soñó que inventaba mundos desde su espalda.
Frente al mar que se pierde en la mirada, inabarcable; ellos sellaron un pacto acordado en silencios. Se desplomaba el cielo, hacía añicos el horizonte. Como en un falso escenario, la realidad se desvanece.
Sus pieles se hicieron arena, ceniza. El viento desdibuja un polvo misterioso.
Arena sobre arena sobre arena. En el desierto, una ráfaga es mano de escultor.
Otra flor renace en el fin del mundo.





-VII-
“Entre la vida y yo,
un vidrio tenue.
Por mas nítidamente
que yo vea
y comprenda la vida
no la puedo tocar”

Fernando Pessoa

Abandono a mi lado el pincel que aún sangra pintura. Rueda hasta un vaso de grueso vidrio –vacío de vino, rebalsado de ausencia, sediento de silencio- que encierra bajo su peso a la luna ensangrentada.
¿Existe el matiz que obligue a este cuadro a dejar de serlo para nacer como óleo viviente, arcoiris de este gris cotidiano?
Quimera de la forma, utopía del color.
¿Por qué contar esta historia frente a un retrato que sólo puede conformarse con tratar de existir –estúpida sabiduría de las propias limitaciones-?¿Alguien podrá leer este amor desamorado, esta frustrada esperanza en los ojos del dibujo, con sólo percibir que es ese gris – y no otro infame gris- el gris de las pupilas?
¿Cuál es el valor de esta historia?. No lo sé, nunca fui un buen lector.
Yo, que soy –con fe- pintura dibujada en la aspereza de una piel desnuda y – con certeza- pintor, sólo puedo explicar por qué la he contado.
Esta es la misma historia que ha narrado aquel hombre que dibujo detrás de los círculos del viejo lienzo.
Si él quisiera contarnos la relevancia de esta historia, tal vez nos diría una excusa como esta:

- Cuando entramos al cuarto- cerrado, herméticamente, desde hacía meses-, el cuerpo ya estaba tendido sobre el escritorio, junto a un viejo poema de Leopardo, y una hoja en blanco, con su dedo índice dibujando círculos en el papel.
Un vómito de sangre- tal vez la explosión de su propia conciencia, de su propia mudez- manchaba la escena de un modo funesto. Los vecinos no oyeron nada. Ninguno pudo decirnos nada de él: un viejo solitario, callado. Sólo sabían que pasaba horas mirando la ventana. Entre la vida y él, un frágil cristal, un vidrio que deforma.
En la noche calma, la luna llena se teñía de rojo por el polvo que levantaba un viento furioso.
Me quedé con sus papeles e imaginé esta historia que, si él hubiera tenido la valentía de contarla, quizás le hubiera salvado la vida.
En una noche de silencio, comencé a escribir.

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