domingo, junio 04, 2006

Suburbano

Estaba cargada de odio la mirada del comisario, cuando entrecerraba los ojos y con el ceño fruncido repetía furioso que no puede ser, que en algún lado tienen que estar que con ellos no hay que confiarse.
Cargada de odio y de miedo. Porque odio y miedo van juntos, porque está permitido odiar cuando tememos y porque a nadie le importa si el miedo es verdadero, si son extraterrestres, ratas o delincuentes; lo importante es que sea otro, para poder odiarlo y temerlo tranquilos, sin culpas ni cargo de conciencia. Para odiar sirve el miedo.
Sumiso, temeroso, tembloroso y muy flaquito parecía ahora el agente que antes había tenido el puño firme y el grito rabioso, aterrador. Mirando el suelo, en su único acierto, el agente flaquito respondía entre dientes que por qué tanto enojo si todo salió como esperaban, si el operativo era un éxito, si lo habían dicho los diarios, si el gobernador lucía en las fotos su nuevo peinado; así parecía que no podíamos vivir sin ellos, por qué el enojo, repetía, si ya no había que soportarlos oscureciendo las plazas que tan claras parecían ahora solo ocupadas por palomas, por silencios y por personas decentes de esas que protegemos de una vista desagradable que los obligaba a mirar siempre para otro lado como si tuvieran la culpa de algo, como si no tuvieran derecho a tirar su basura tranquilos, a deshacerse en paz de sus desperdicios.
Algo de razón tenía el comisario cuando decía – y pensaba, claro- que en algún lugar tienen que estar, que no hay que confiarse, que estos saben bien cómo usar las sombras de la noche, que ni bien uno les da la espalda, enseguida se amontonan para planear algo, para pensar como alterar ese orden que tan bien le quedaba a las estatuas, a las palomas y a la gente decente que se deshacía de sus desperdicios.
Algo de razón tenía, pero no podía imaginar, no era capaz de sospechar los laberintos, la sombra refugio y guarida, la oscuridad bajo la tierra que habíamos tenido que aceptar pero que nunca habíamos podido elegir. Esa misma oscuridad que era, como la noche inevitable, nuestro único futuro posible. Negro como nuestro nuevo idioma, de pocas palabras, sangradas entre dientes, con un rechinar furioso pero despojado de la absurda claridad insensible de los falsos nombres que nos habían impuesto.
Nosotros sabemos que el mundo que hay sobre esta tierra tiene un orden insostenible, tan irreal como las cobardes palabras que nos nombran, tan irrevocables como la piel carbonizada bajo un fierro caliente. Lo sabemos porque ellos nos buscan, porque nos necesitan, porque no nos encuentran y somos cada vez más los que recorremos estos laberintos subterráneos, con el paso digno y ligero de quien aprendió a huir desde el mismo momento en el que supo caminar.
A veces, cuando trepamos uno encima del otro y nos amontonamos con los hocicos contra el suelo respirando la misma tierra que nos abriga como madre y como madre nos vio nacer; allí sentimos que de tanto peso todo este mundo se dio vuelta y los que viven bajo la tierra son ellos, ignorantes de su encierro, engañados bajo un sol inverosímil.
En un instante de descuido del agente y del comisario, una rata destroza, con su paso ligero, los cristales de la escena silenciosa.
Escurridiza como una venganza, la rata sube a los cielos desde los laberintos de una alcantarilla.

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